Inicio / Turismo / Un pueblo erigido en la piedra: así es la aldea más portuguesa
Por Esmeralda Torres
03 December 2018
No es necesario adentrarse en territorio luso para conocer el pueblo más portugués, por no decir la aldea con más encanto y misticismo del país. Monsanto es una villa histórica asentada en la escarpada de Cabeço de Monsanto y entre piedras graníticas, convirtiéndose esta peculiaridad en un encanto singular que pocos conocen.
Monsanto se sitúa al noroeste de Idanha-a-Nova, a tan solo 20 kilómetros de la frontera española, anidado en la ladera de una elevación que irrumpe abruptamente en la campiña y que, en su punto más elevado, alcanza los 758 metros. Para llegar hasta esta aldea desde Cáceres, es necesario tomar la EX-108, que en territorio portugués se convierte en la N239, hasta que las indicaciones a Monsanto te lleven por una carretera local.
La carretera es lo más parecido a una airada serpiente, pero las vistas son sobrecogedoras. Lanza el mensaje de que el pueblo al que se dirige el turista es una aldea atípica y extraordinaria, construida en lo alto de un monte de granito compuesto por enormes rocas ígneas que, como si de una bolera para gigantes se tratara, han ido rodando ladera abajo desde hace siglos. Y precisamente entre esas losas fue creciendo Monsanto con su historia: el pueblo se erigió entre grandes penedos rodantes integrándolos como una parte más de su peculiar fisionomía urbana. La erosión y el paso del tiempo ha querido que haya balones de varias toneladas de peso en inestable equilibrio acrobático sobre casas y restaurantes que crecen en el mismo desahogo que deja la superposición entre ellos. Impactante y asombroso.
Precisamente esta singularidad, junto al sentimiento luso de sus vecinos, le hizo valerse en 1983 del título de aldea ‘más portuguesa’ en un concurso nacional popular. Desde entonces, Monsanto ha sido muy protegido contra la modernización y ha apostado por la conservación de su propia fisionomía urbana, que va más allá de las construcciones alrededor de piedras graníticas e incluye sorprendentes casas con entradas manuelinas y blasones de piedra. También por su gruta, una caverna diminuta que al parecer fue utilizada como taberna, y otras cuevas de los alrededores que hacen las veces de establos para ovejas, cabras y otros animales de corral.
Un castillo con vistas a España y Portugal
La aldea tiene varios miradores con bonitas panorámicas de los tejados rojizos que le caracterizan. Muchos son los que aseguran que las vistas más codiciadas son las que ofrece el bar Taverna Lusitana (Rua do Castelo, 19), cuya terraza está montada sobre un gigantesco domo, y las del restaurante Petiscos y Granitos (Rua Pracinha), que sirve cocina tradicional de la Beira en otra deliciosa terraza de piedra abocada a la dehesa.
Pero, sin duda alguna, las vistas más espectaculares son las que regala el castillo, una fortaleza del siglo XII derruida. Según los libros de historia, probablemente ya existiese un baluarte defensivo en el lugar antes de la llegada de los romanos a la Península Ibérica, pero después de que Sancho I expulsara a los moros, fue ampliada. Dom Dinis la refortificó hasta el punto de simular que el castillo brotaba de la ladera rocosa sobre la que se asienta.
La subida a la fortaleza exige un pequeño esfuerzo que se paga con la recompensa de unas soberbias vistas. Es un lugar hermoso, barrido por el viento y poblado de lagartijas y flores silvestres cuya panorámica alcanza hasta España al este y la presa Barragem da Idanha al suroeste. Debajo del castillo se levanta lo que queda de la románica Capela de São Miguel, con unos cuantos sarcófagos inquietantes cavados en roca sólida fuera del portal.
Junto a estos muros se celebra cada 3 de mayo la Festa das Cruzes para conmemorar un asedio medieval. Cuenta la leyenda que los lugareños, hambrientos, arrojaron el único ternero que les quedaba por encima de las murallas para mofarse de sus enemigos y aparentar que aún tenían mucho alimento. Sus atacantes se dejaron embaucar y abandonaron inmediatamente el lugar y su plan de conquista. Hoy en día, los jóvenes lanzan cestos de flores para celebrar que son ellos, los vecinos de Monsanto, quienes conquistan a todo turista que llega hasta la aldea más portuguesa.