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Por Esmeralda Torres
05 April 2018
Emprender -y sobrevivir- es una tarea ardua y compleja. Si eres mujer, las cosas se complican; y si esto transcurre en un entorno rural con menos posibilidades de negocio, se convierte en todo un reto. Un auténtico desafío al que Tamara, Nuria e Irene han plantado cara sin cruz y se han alzado con una verdadera recompensa: el éxito profesional en el mundo rural.
Tamara Girke llegó a La Fontañera casi de casualidad. Natural de Canadá y residente en Alemania, camino de un viaje a Marruecos decidió que había llegado el momento de cumplir su sueño, de dejar su trabajo como traductora en Berlín y convertirse en la propietaria de un Bed and Breakfast. Y dicho y hecho. Buscó alojamientos en venta y dio con la Casa Rural ‘Salto del Caballo’ en plena Raya. “Cuando vine a ver la casa se me despertaron unos sentimientos que… Sentí que ésta era la casa”, confiesa. “Fue una decisión espontánea”.
La gerente llegó a Extremadura en marzo de 2017. Dejó atrás la capital europea y sus aglomeraciones para instalarse entre la Sierra de San Pedro y el Parque Natural Sierra de San Mamede, en una aldea moribunda donde los únicos ruidos que se oyen son los que caracterizan a una Zona de Especial Protección para las Aves. “No ha sido fácil. He pasado de vivir con cuatro millones de personas a vivir aquí con tan solo 10”, declara. “Pero me gusta mucho”. Y es que precisamente esto, el turismo slow, es lo que busca el cliente que se hospeda en sus apartamentos. “Son turistas internacionales a los que le gusta mucho la naturaleza y vienen buscando tranquilidad”, apunta. Factores que hacen de La Raya la mejor recepción.
Algo similar le pasó a Nuria Morán. El plan de empresa de Rides tan solo valoraba la posibilidad de instalar su oficina en entornos rurales. Tras un tiempo trabajando como guía se vio abocada a engrosar la lista del paro, y decidió que no había mejor forma de salir de ella que montando su propio negocio. “Aunque yo nunca digo que tengo una empresa”, comenta chistosa.
Nuria Morán en el mirador que se sitúa en Carbajo, con el Parque Natural Tajo Internacional al fondo. Foto: Rayanos
Nuria nació en Carbajo pero a día de hoy vive a caballo entre Cáceres, Monfragüe y esta localidad rayana, en la que más le gusta trabajar. “Soy de aquí, sé que hay aquí porque lo he mamado toda mi vida. ¡Qué mejor que un sitio que conoces a la perfección para poder explicarlo!”, exclama. De ahí, que su oferta preferida sea enseñar la dehesa extremeña y el Parque Tajo Internacional, “porque no todo el mundo conoce la zona de ribero”. También, hablar de la vegetación característica, la ornitología más peculiar y la historia más pasada. El tesoro más valioso de Extremadura. “Y aunque no la elijan como destino, cuando vienen a conocerla se quedan sorprendidos por los recursos naturales que tienen”, asevera.
Ella es feliz con su trabajo. Vive de lo que le gusta. Presume de las vistas desde uno de los miradores que no le quitan ojo a Carbajo y no puede evitar buscar alguna especie protegida a través de sus prismáticos y entre los nubarrones de tormenta. Pero llegar hasta aquí no ha sido fácil. Cuando se planteó emprender en este sector era consciente de que estaba dominado por el sexo masculino. “Te vas a cualquier empresa y son todos hombres. Al principio tienes miedo porque bueno…” -se para a reflexionar- “pero hay que intentar que los prejuicios no te coman mucho la cabeza y hacerlo lo mejor que puedas”.
Un mercado tradicionalmente de hombres
Una situación en la que también se vio Irene Carnerero. Después de estudiar Obras Públicas y no encontrar trabajo, apostó por tomar las riendas de la almazara familiar. Una vieja fábrica de aceite que ha pasado por mano de cinco generaciones. Las últimas, las de su padre. “Somos tres hermanas y ninguna la quería”, indica. “Y yo no podía dejar que después de 300 años cerrase, así que me decidí por ser el relevo generacional”.
Desde hace cinco años, Irene pasa el invierno encerrada en esta almazara, de vieja apariencia pero moderna maquinaria. Durante dos meses trabajan a pleno pulmón con jornadas de 14 horas para moler unos 40.000 kilos diarios. Cifras con las que consigue que pasen por su empresa unos 600 cosecheros por campaña. Y de muy diversas nacionalidades. “Aquí viene gente de Portugal, alemanes, ingleses” -puntualiza – “y hasta unos frailes portugueses que aprovecharon para bendecirme la almazara”, asegura desternillada.
Irene asegura que cada cliente “es de su padre y de su madre”. Que es difícil imponerse cuando se trata de hombres rurales. La expresión del rostro de esta empresaria cambia cuando recuerda la situación que vivió en una entrega de premios a los mejores aceites regionales a la que asistió como nominada. “Uno de los ganadores me pidió que le llevase una copa de agua. Cuando le contesté que yo estaba allí porque tenía una almazara, le cambió la cara. Yo creo que pensó que qué hacía una mujer allí si eran todos hombres”, cuenta mientras va más allá. “En el tú a tú no les da tan igual que seas mujer”.
Pero ni este tipo de circunstancias cambian la seguridad de Irene. “En la última campaña he molido un millón y medio de kilos, le he ganado a mi padre”, presume orgullosa. Un dato al que ha contribuido su carisma en el trato y la sustancia de su empresa. “En pocas almazaras ves tú cómo muelen tu aceituna y envasas tú tu aceite. Esto no se podría tener en una ciudad; con esta esencia tan de campo, no”.
Una esencia rural que quizá -solo quizá- se haya convertido en la pócima secreta de sus negocios. Porque los números a final de mes no cuadran por ser hombre o mujer, ni por emprender en una capital o una gran ciudad. Los cuadran la persona, su carisma y un afán de superación incansable.